Domingo Faustino Sarmiento (¿para qué andar con vueltas?) debe ser una metáfora argentina de la “polémica”. Su vida, desde la infancia provinciana hasta la presidencia de la nación, se encuentra condimentada con todo tipo de anécdotas, que en el fondo sólo apuntan a remarcar su carácter de indomable.

Amado y odiado en igual proporción, Sarmiento es la cara opuesta al desgano; una suerte de agresión a la indiferencia.

Mal leído, intencionadamente (e incluso no leído), se le atribuye aquello de “civilización y barbarie” como axioma antifederalista, de “capital versus interior”; siendo que quien lo analice con un mínimo de atención, sabe que la dicotomía era “ciudad versus campo”; o bien, dicho en otras palabras, “poder de las instituciones democráticas frente al caudillismo ruralista de resabio feudal”. Siglo y medio adelantado a su tiempo, en lo que a política y cultura se refiere, tenía que ser condenado por extemporáneos hervores de nuestra historia.

Pero la intención de esta columna es ver de dónde surge el mote de “traidor a la Patria” que algunos neófitos en el tema todavía esgrimen como una condecoración de su propia falta de conocimiento. Rastrearlo es algo muy sencillo.

En épocas como las que se viven, donde no es considerado traicionar a la patria el hecho de desmantelar y rematar pieza por pieza el patrimonio del país, en aras de una “modernización” que el pueblo, en su mayoría, no reclama, sería una “traición” desconocer el origen de este epíteto.

Hacia 1849, expatriado en Chile, Sarmiento publica en La Crónica artículos destinados a molestar a Juan Manuel de Rosas. El restaurador, que inmediatamente recoge el desafío, encarga a Bernardo de Irigoyen la redacción de La Ilustración Argentina, con el propósito casi único de combatir a Sarmiento.

Cuando se toca allí la “Cuestión Magallanes”, Rosas protesta por la fundación de Puerto Hambre (luego Punta Arenas), aunque ese poblado ya llevaba seis años emplazado allí, en la parte occidental del estrecho, sobre aguas del Pacífico; y ni Argentina ni Chile habían determinado aún sus fronteras.

Esas tierras, que nunca habían sido reclamadas por nuestro país (al menos desde 1810 hasta 1849) daban a Chile derecho de posesión y ocupación del estrecho, por la fundación de la colonia de Punta Arenas y, en cierta medida, por el reconocimiento de Francia, que en 1843 había pretendido adueñarse del estrecho.

Sarmiento defiende esa postura. Rosas aduce que la Real Hacienda de Buenos Aires había pagado gastos de la armada española por viajes realizados al estrecho de Magallanes en 1767, lo que demostraba a su ver la pertenencia a las autoridades porteñas de esa vía navegable. A lo que Sarmiento responde que el viaje de la armada española al estrecho no se realizó por orden de las autoridades de Buenos Aires sino por orden del rey de España, con dineros reales.

La legislatura argentina deja pendiente esta cuestión en 1849, sin tiempo de resolución; pero Bernardo de Irigoyen, a pedido de Rosas, premia a Sarmiento con el apelativo de “traidor a la patria” desde las páginas del periódico La Ilustración Argentina. Sarmiento responde a esta acusación diciendo que sus opiniones respecto del problema limítrofe y jurisdiccional pretenden “ahorrar a los argentinos un nuevo enredo, del cual no saldrían en diez años sino por una guerra ruinosa”.

Lo cierto es que la cuestión fronteriza no es mencionada oficialmente hasta 1856, bajo la presidencia de Urquiza, en un documento donde sólo se ratifica la amistad. Ninguno de los países hace mención al problema limítrofe, reconociendo como líneas divisorias las que poseían al tiempo de separarse de la dominación española en 1810.

Hacia 1860 despiertan las pretensiones expansionistas de Chile y éstas se amplían a la Patagonia argentina. En 1868, Sarmiento (presidente ya) frena diplomáticamente esas aspiraciones y, en secreto, busca una alianza con Perú, por si llegara a ser necesario enfrentarnos a los chilenos.

En 1881, envalentonados por su triunfo sobre peruanos y bolivianos en el Pacífico, los chilenos se obstinan en su idea de anexar la Patagonia.

Sarmiento, por entonces senador nacional, da su autorizada opinión acerca de Chile en el Pacífico, y Argentina en el Atlántico, entonces más que nunca. “La política que debe seguir Chile -le escribe Sarmiento al influyente chileno José Manuel Balmaceda- es negarse la entrada en el Atlántico y tener el coraje de no tener razón en Magallanes ni en la Patagonia.”

Ese mismo año, con la aceptación chilena de la tesis sarmientina sobre el conflicto limítrofe, se firma un convenio internacional siguiendo esas líneas fundamentales. Es oportuno recordar que en nombre de Argentina firma el ministro de relaciones exteriores del presidente Roca, el doctor Bernardo de Irigoyen. O sea que, según un texto de José Salvador Campobassi “el hombre que en 1849, por orden de Rosas, llamó a Sarmiento traidor a la patria por sostener sus opiniones sobre la cuestión fronteriza chileno-argentina, en 1881 las reconoció como las únicas buenas en la materia, y las defendió en el parlamento y fuera de él. En síntesis: Irigoyen no sólo se desdijo en 1881 de la acusación hecha a Sarmiento en 1849, sino que admitió, además, que las opiniones del sanjuanino, consideradas como traición a la patria en el 49, eran en el 81 el sólido fundamento de un tratado que reconocía nuestra absoluta e indiscutida soberanía sobre un territorio que es un tercio de la extensión de la Argentina.”

A estas palabras de Campobassi también suscriben, en sus propios estilos y desde su visión particular (interesada o despojada) otros historiadores de renombre como Enrique de Gandía, Pedro Eduardo Garro, Augusto Herrera Bustos, Alberto Hidalgo (h), Fernando Mo, Emilio Maurín Navarro, Ricardo Rojas y Horacio Videla. Ignorarlo ¿sería una verdadera “traición a la patria”?

Es una actitud muy nuestra (demasiado, quizás) insistir sobre un equívoco, sin salir a revalidar cada tanto el blasón de ese bochorno. Como quien dice: enarbolar la infamia y esconder la mano es algo tan argentino como el dulce de leche, el colectivo, el registro de personas mediante las huellas dactilares, y el bolígrafo inventado por el húngaro Ladislao Biró.

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Rogelio Ramos Signes - Escritor.